Alternancia sin alternativa: ¿Un año de Humala o veinte años de un sistema?
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“No one wins... just one side loses more slowly”.1
Roland Pryzbylewski, The Wire
Roland Pryzbylewski, The Wire
Argumentos me pide un texto sobre el primer año de gobierno de
Ollanta Humala, y, sin embargo, lo primero que me pregunto es ¿tiene
Ollanta Humala alguna importancia para lo que sucede hoy en el Perú? ¿No
habría, más bien, que escribir sobre este pétreo sistema político,
económico, cultural, que se apresta a cumplir veinte años en el país, y
al que le da exactamente igual si los gobernantes son democráticos o
autoritarios, exaltados o tímidos, expertos o novatos, con partido o sin
partido? Engels escribió alguna vez que la historia de Europa sería
exactamente igual si no hubiera existido Napoleón. Yo siempre me he
resistido a tan salvaje determinismo, y, sin embargo, a veces pienso que
el Perú contemporáneo me está convirtiendo a cocachos a la cofradía
determinista. Que si lo manda el destino, no lo cambia ni el más bravo.
Pero luego respiro, y me repito lo que no podemos perder de vista:
Humala no es Napoleón. Y que antes que examinar voluntades, en el Perú
toca escudriñar capacidades.
En este artículo me pregunto por la política contemporánea en el Perú, donde casi todo se nos aparece como un largo déjà vu, donde el sistema político parece haberse independizado de toda fuerza social (individual o colectiva), donde se pasa suavecito del “cambio responsable” de García a la “gran transformación sin sobresaltos” de Humala, donde ir a votar parece cada vez más una pantomima sin consecuencias y donde, en fin, la alternancia electoral no cumple con su etimológico papel de alterar nada sustancial. ¿En qué consiste esta alternancia sin alternativa?, ¿de dónde extrae la fuerza para reproducirse?, ¿está destinada a reproducirse al infinito?2
¿Qué se reproduce?
¿Cuántos ministros actuales de Ollanta Humala podrían haber sido
ministros de Keiko Fujimori? Mi cálculo es que, de los 18, la mitad se
ponía sin problemas el fajín frente a la niña de los ojos de Alberto.
Pero entristezcamos la pregunta y formulémosla como en realidad importa:
¿en cuántos ministerios actuales se estaría haciendo algo
sustancialmente distinto si hubiera ganado Keiko Fujimori? Ahí mi
cálculo se reduce a dos, tal vez tres. O sea, la colérica, polarizada y
emponzoñada campaña presidencial que sufrimos en 2011, ¿qué importancia
tuvo?, ¿para esto fue que agriamos nuestras relaciones amicales,
familiares, profesionales?, ¿para esto nos dijimos cholo de mierda?
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Lo que se reproduce en el Perú es algo que llamaré un régimen (en
sentido amplio). No un mero régimen político —vale decir las reglas que
rigen la forma en que se accede al poder—, sino un tipo de macro-arreglo
institucional surgido con la Constitución de 1993 que cimenta la forma
en que se articulan Estado, sociedad y mercado. Con esto aludo al
mantenimiento general de dos esferas: en términos políticos, la
conservación prácticamente inalterada del contenido de la Constitución
de 1993 y, en términos económicos, la continuidad de un tipo de manejo
económico que ha primado desde los años noventa generalmente calificado
como neoliberal. La izquierda siempre asumió que el neoliberalismo y el
autoritarismo fujimorista eran un combo único e indestructible. Han
pasado, sin embargo, 12 años desde que Fujimori dejó el poder, y está
claro que al modelo económico eso del autoritarismo o de la democracia
le daba igual, y lo que ha primado es la continuidad señalada. Desde
luego, en otras dimensiones se han producido cambios, felices muchos de
ellos, en especial tras la caída del gobierno corrupto de Alberto
Fujimori (por ejemplo, la desaparición del Ministerio de la Presidencia,
el encarcelamiento de muchos miembros del gobierno fujimorista, una
recuperación notoria de independencia en los poderes del Estado, la
eliminación de la compra de medios de comunicación con dinero público,
la supresión de la reelección presidencial inmediata, etc.). Pero, al
comparar el Perú con su propia historia y con la historia reciente del
vecindario andino, debemos aceptar que entre nosotros prima una
persistencia política bastante sorpresiva. En un país donde ningún tipo
de orden político consiguió ser duradero a lo largo de su historia, esta
permanencia es de asombro. La ausencia de sorpresas en la vida política
peruana no debe oscurecer la genuina sorpresa de este Perú
contemporáneo: la continuidad. Continuidad, repito, vis-à-vis su
historia signada por discontinuidades, pero también frente al resto de
países en la región donde recientemente se reformaron/derogaron
constituciones por doquier y donde se pusieron en marcha reales
esfuerzos por reformar/enmendar/desaparecer el modelo “neo-liberal”.3
Ninguno de los dos tipos de reforma ha ocurrido en el Perú. Y, sin
embargo, cada uno de los presidentes posteriores a Fujimori fue elegido
con un discurso que jamás se sostuvo en la continuidad y siempre en el
cambio (con sus propios matices) de estas dimensiones políticas y
económicas. Pero no se trata únicamente de la continuidad de un régimen
(el macroarreglo institucional surgido con la Constitución de 1993),
sino de unas prácticas y de unos sentidos comunes que han prosperado
arropados por dicha continuidad institucional.
Estas prácticas y sentidos comunes son de tipo distinto y se han asentado en diferentes esferas de nuestra vida pública. Aquí quisiera enfatizar dos. De un lado, en el Estado, el fortalecimiento de una capa de tecnócratas que ha paulatinamente ganado presencia, solvencia e importancia, hasta convertirse en una suerte de garantes de la continuidad. No son unos guardianes ideológicos de la continuidad, sino los guardianes burocráticos de unos procedimientos y normas que son considerados como lo eficazmente correcto. Esta nueva capa tecnocrática no tiene más de diez o 15 años, y aún es incipiente (no se trata de un servicio civil como el de otros países, es más informal), pero se ha hecho silenciosamente imprescindible. Saben las de cuco y caco en el Estado. Migran de un ministerio al otro, y son los supremos creadores e intérpretes del ROF, el MOF y el resto de sagradas escrituras del buen funcionario público. Es el mundo de los Secretarios Generales, quienes llegan a los ministerios con sus cuadrillas (generalmente con un asesor principal, un jefe de administración, un jefe jurídico, otro de presupuesto) y le informan al ministro cómo son las cosas. El ministro suele estar perdido en el espacio al tomar el despacho y ruega encarecidamente por un Secretario General que ya haya sido Secretario General y es así que este y su cuadrilla se encargan de que las cosas se hagan bonito (o sea, que se replique la manera en que se llevaban a cabo durante los gobiernos anteriores), e impiden que el impresentable del ministro (¡un político!) y su panda de comechados (¡otros políticos!) arruinen la eficiencia ganada en estos años. Han sido formados en un habitus impregnado de unos principios, prácticas y políticas chorreados desde el MEF y los organismos internacionales que han terminado convirtiéndose en los criterios neutros y correctos de la administración del Estado. Para decirlo en palabras de un ex Secretario General, “nosotros construimos la memoria institucional”. Aunque nadie lo acepte con todas sus letras, es una capa que reproduce los valores de la nobleza de la tecnocracia: el MEF. Si me permiten intelectualizarlo, es el mundo de Pierre Bourdieu. Ahora bien, esta tecnocracia itinerante no es poderosa únicamente por su propia virtud, sino, como lo mostraré luego, porque lidia con una clase política indecentemente pobre e incoherente, a la cual es muy fácil limarle los dientes reformistas y filtrarle la agenda inmovilista.4
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Entonces, hasta aquí he mostrado lo que se reproduce, este régimen
nacido con la Constitución de 1993 que ha dado lugar a prácticas y
sentidos comunes en distintos niveles (he subrayado dos, entre otros).
El fin del gobierno de Fujimori significó el fin de un gobierno corrupto
y de la captura más burda de las instituciones del Estado, pero el
ordenamiento legal se mantuvo y un modo de articular Estado, sociedad y
mercado también. Posteriormente, a pesar de todas las diferencias que
uno pueda encontrar entre los gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García
y el primer año de Ollanta Humala, estos han sido largamente similares.
Una forma de mandar se impone casi sola. Gobernar en el Perú es abdicar
en favor del célebre piloto automático. En suma, el sueño decimonónico
de Porfirio Díaz en pleno siglo XXI: “Mucha administración y poca
política”.
¿Por qué se reproduce?
¿Por qué se reproduce?
Las razones para esta permanencia de lo habitual son, como es obvio,
muchas. Comencemos por la más evidente: el éxito económico peruano. Un
país que no solo no ha sufrido ninguna crisis severa en los últimos
años, sino que ha prosperado en proporciones pocas veces vista en su
historia. Son conocidas las cifras de los últimos años en materia de
reducción de la pobreza, de creación de riqueza o nuestro per cápita
alcanzando en la segunda mitad de los años 2000 el nivel que tenía en
1975. No hay que seguir machacando estos números, pero, menos aún,
olvidarlos. Y para los que prefieren evidencia más antropológica, una
buena observación de las ciudades intermedias del Perú (y compararlas
con lo que eran hace veinte años) los convencerá de la brutal y reciente
transformación del país. ¿Quién podría llegar al poder y querer alterar
sustantivamente un ciclo económico tan auspicioso? Sin crisis no hay
reforma. Para ver cambios acaso habrá que esperar a que la China y la
India desaceleren sus economías.
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La precariedad rampante de la clase política se puede observar en distintos niveles. En la elección presidencial de 2011 no hubo un solo candidato de cierta importancia que tuviera algún partido detrás (ni siquiera uno debilitado). En 2001, en cambio, habían peleado su pase a la segunda vuelta Lourdes Flores y Alan García, y en 2006 a ellos mismos se agregó Valentín Paniagua. No quiero vender la falsa idea de que detrás de ellos existían organizaciones partidarias monumentales, pero había una cierta trayectoria política en los individuos y alguna lealtad a sus canteras políticas, y con ello un horizonte programático (y democrático). En la elección de 2011, en cambio, ya no hubo ningún partido en la justa presidencial, todos candidatos anémicos de ideas, de organización, esforzados por vender una mera imagen. Y, en tal contexto, desde luego, las opciones caudillistas, clientelistas y plebiscitarias aumentaron y sumaron muchos más votos de lo que esas opciones habían recolectado en las dos elecciones presidenciales previas.
De esa precariedad general nace Ollanta Humala. Su limitada capacidad
política, intelectual y organizativa no es, en definitiva, culpa suya.
Humala es la expresión de nuestra mediocre política. Es como una nube
gris en el cielo limeño, indistinguible del resto de la panza de burro.
No creo que haya ningún otro presidente sudamericano tan simultáneamente
indigente de aliados, de convicciones, de ideas, de recursos, de
organización, de asesores. ¿Qué gran reforma podría encabezar Ollanta
Humala? Ninguna. A Hugo Chávez le tomó coraje, convicción e inventiva
arruinar a Venezuela. Incluso arruinar las cosas requiere de algún
talento.
Esta precariedad cada vez mayor de la clase política se enfatiza en otros niveles también. Pensemos en el Congreso peruano, donde al menos 70% de los parlamentarios se renuevan a cada elección. ¿Cómo podrían ejercer algún papel relativamente importante si se les va media gestión en aprender cómo funciona el asunto y, en definitiva, son conscientes de que tres de cada cuatro carece de toda oportunidad de ser reelegido? Pero el punto más hondo de la insoportable levedad de la política peruana es el actual premier, Óscar Valdés. Sin más carrera política que la de haber candidateado a la presidencia regional de Tacna en 2010 (donde obtuvo el 4% de los votos), pasó a ser ministro del Interior y cuatro meses después era ¡primer ministro! A su inexperiencia política y ausencia de apoyos sociales, las voces de los pasillos agregan una inopia intelectual que no se refrena ni ante auditorios internacionales. ¿Cómo podría un premier con estas características encabezar algún tipo de reforma? Pero, seamos más despiadados, ¿cómo un presidente con algún anhelo o capacidad de reforma puede apuntar a alguien así para ser primer ministro?
Es posible (solo posible) que, cuando este artículo aparezca, Valdés ya
no sea primer ministro. Y más allá de los nombres (en esta historia los
nombres importan poco), no será una sorpresa que, en medio de esta
general degradación política, Humala habrá tenido a dos de los primeros
ministros de gestión más breve de las últimas décadas. Y pensar que
alguna vez abrigamos dudas de Velásquez Quesquén; hoy Humala daría su
reino por un recorrido caballo Sipán.
Un último punto de esta clase política cada vez más precaria es la
desaparición de contacto entre los múltiples niveles de gobierno.
Nuevamente, esto no es culpa ni de Humala ni de nadie en particular, es
una condición general de un empobrecimiento político del cual Humala y
su desgobierno son mero reflejo. El poder en el Perú (el control
territorial de población y recursos) se mide ahora por cuadras y, en el
mejor de los casos, distritos. Es difícil describir el grado de
fragmentación política al cual ha llegado el Perú. Pero hagamos caso de
Jean-Luc Godard cuando llamaba a confronter les idées vagues avec des images claires,
y recordemos el video de los últimos momentos de la negociación del
primer ministro Salomón Lerner con los dirigentes cajamarquinos a fines
del año pasado. Aquel video que muestra a Lerner negociando con una
legión de pequeños poderes es la prueba más espectacular que poseemos de
lo que significa gobernar un país con el poder político pulverizado. En
cada clase de ciencia política debería ser emitido obligatoriamente:
democracia sin partidos en su punto más puro. Cada uno de quienes
negocian con Lerner está ahí en nombre de unidades ínfimas que ni
siquiera domina del todo y, menos aún, representa. Gregorio Santos no
controla Cajamarca más allá de la plaza de armas, Saavedra manda en las
calles circundantes, los alcaldes de Celendín, Bambamarca, etc.
controlan la plaza de sus ciudades mientras las calles están en manos de
movimientos sociales que no lideran, y en las zonas rurales mandan,
despóticas y autárquicas, las rondas campesinas. Y frente a este
frondoso caos representativo de la protesta, del lado del Gobierno
nacional, ¿qué encontramos? A un primer ministro y a un ministro del
Interior que apenas unos meses atrás nunca se habían visto, que no
comparten partido ni nada por el estilo, que discrepan sobre las
estrategias a utilizar en dicha circunstancia, y, por último, comparten
una situación en la cual el segundo está, en ese mismo instante,
tramando con el presidente de la República clavarle un puñal en la
espalda al premier. El fracaso de aquellas negociaciones es, en última
instancia, el resultado de una situación de precariedad de todos lados.
Nadie lidera nada. En ningún nivel. Y afuera de la sala, durante toda la
negociación, ruge la muchedumbre enardecida y sin dirección. Ahora
multiplíquese ese panorama por 25 departamentos. ¿Cómo se gobierna un
país donde la representación se hace por manzanas y donde quienes llegan
al poder de nivel nacional tienen cada vez menos relaciones entre ellos
y esas microparcelas de poder?
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Ahora bien, cuando esta clase política novata y desorganizada llega al poder se encuentra con actores recorridos y organizados. No tengo espacio para explicar en detalle este (des)encuentro entre figuras elegidas y no elegidas (es parte de una investigación en curso), pero es una de las razones principales por las cuales es muy difícil alterar el modelo peruano a pesar de los afanes de ciertos políticos. Aquí el tiempo juega un papel fundamental. Como enseña el estudio de las instituciones en el tiempo (lo que llamamos institucionalismo histórico), las instituciones prosperan en el tiempo en medio de una lucha entre actores que buscan apropiárselas e imponerles su propia agenda.6 En esta lucha en el tiempo, la permanencia en el seno de la institución resulta crucial para conseguir avanzar sus intereses. Esta continuidad en el tiempo permite influir decisivamente sobre las instituciones. Pero en el Perú solo la tiene la nueva capa tecnocrática ya mencionada y ciertos actores con capacidad de veto sectorial. Estos veto players se han vuelto figuras cruciales de la política peruana. En especial en algunos sectores, ejercen una influencia innegable. Hoy es muy difícil que el MEF quede en manos de alguien que no tenga la confianza de la Confiep, que el ministro de Energía y Minas provenga de otra órbita que la de la Sociedad de Minería y que el viceministerio de Pesquería (rama del Ministerio de Producción) sea ajeno a los intereses de los grandes intereses pesqueros. Ahora, esto no quiere decir, como cree alguna izquierda encallada en los libros de Carlos Malpica, que el Estado esté secuestrado in toto por cuatro ricachones. Quiere decir que ejercen influencia, que vetan (o sea, no hacen lo que les da la gana, impiden que se produzca lo que menos desean), y que lo vienen haciendo hace mucho tiempo y que, por lo tanto, tienen ventaja sobre unos políticos cada vez menos organizados, cada vez con menos ideas, cada vez más improvisados, en suma, cada vez más precarios. Esta dinámica de actores, como es obvio, se asienta gradualmente en el tiempo, y a cada lustro los no elegidos se fortalecen y los elegidos se debilitan. La reproducción del modelo se asienta en esta dinámica. El problema, claro, es que los ciudadanos nos quedamos con esta conocida sensación de votar cada cinco años, mientras otros votan todos los días.
La paradoja de la reproducción
La precariedad de la política peruana ha sido funcional al éxito del
modelo económico peruano. Este es indesligable de un país sin partidos,
sin élite, de una sociedad a la cual, arrasada por la violencia y
pauperizada por los ochenta, le pasaron por encima un modelo ante el
cual no tuvo capacidad de sabotear, menos rechazar, ni siquiera pudo
pitear. Los politólogos siempre regresamos a la tragedia del país sin
partidos, pero olvidamos que los partidos traen tragedias también. Todos
deberíamos leer el texto notable y preclaro de 1992 de James Malloy
sobre gobernabilidad y partidos políticos en la zona andina. Los
partidos eran un gran obstáculo para que estos países empobrecidos y a
la deriva fueran viables.7 Así, el modelo que logró hacer
avanzar al Perú en proporciones que nadie hubiera imaginado en 1990 se
hizo sobre una sociedad desarmada, y la democracia reestrenada en 2000
siguió beneficiándose de la resaca del desarme. Aceptarlo no implica
festejar el autoritarismo, es el laico reconocimiento de que virtudes y
vicios no vienen en un solo paquete social, que conviven entreverados
entre nosotros.
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Pero hay algo adicional en esta receta contemporánea y explosiva para
la parálisis: el norte ideológico. Alan García, hacia la mitad de su
mandato, nos regaló esas piezas del positivismo del siglo XIX que eran
sus artículos del perro del hortelano. A uno podrán gustarle más o
menos, pero García entendió que debía dar algún tipo de marco
programático a su nueva forma de gobernar. Dejó en claro su conversión
hacia una nueva fe, y actuó y actúa en consecuencia. Ollanta Humala le
debe al país su propio perro del hortelano. En las provincias del Perú
lo han visto gritar no a la minería en tantas oportunidades durante los
últimos años que se hace necesario que explique por qué hoy envía a las
tropas para defender los intereses de esta. Da exactamente igual si yo
estoy a favor o en contra de la minería. Ese no es el punto. El punto es
que en democracia uno debería, al menos, dar explicaciones cuando
deshecha las promesas que hizo a sus votantes durante tantos años. La
conversión injustificada del discurso de Ollanta Humala solo enfanga más
la situación del país. Porque, en este país de incrédulos y
desconfiados, si el presidente no brinda alguna explicación todos
terminarán por convencerse de que simplemente fue comprado con sacos de
dinero minero. Lo cual solo enardecerá a la protesta, tendremos más
muertos, detendrá más proyectos de inversión y erosionará el crecimiento
económico. Pero la izquierda debería ser consciente de que, si
eficiente para ralentizar el crecimiento económico, la protesta será
ineficiente para hacer caer a Humala. La protesta en el Perú es
fundamentalmente rural y circunscrita a espacios con minería,
desperdigada sobre el territorio, lejos de la capital, sin coordinación
y, sobre todo, carece de aliados urbanos. Sin movimientos estudiantiles,
sin las FF. AA., sin sindicatos significativos, será eficaz para
torpedear ciertas inversiones, pero no alcanzará a poner en jaque a la
presidencia de Humala.
¿Hacia el entronque histórico?
¿Cómo va a escapar Humala de esta paradoja por la cual aquello que era
funcional al crecimiento económico de pronto deja de serlo? ¿Cómo va a
superar un contexto de desorden que es evidente no tiene idea cómo
encarar? Alejandro Toledo —que al igual que Humala le tenía más miedo a
su partido y a su familia que a la oposición— optó, ante el descontrol,
por ceder una reforma de descentralización de la cual no estaba
convencido, varió de primeros ministros según las épocas (para las
mansas los liberales Dagnino y Merino, para las movidas los políticos
Luis Solari y Carlos Ferrero) y, sobre todo, no se parapetó en su
precariedad, sino que aprendió a delegar con juicio. Alan García, a
diferencia de Toledo y Humala, contaba con experiencia y partido (por
más debilitado que estuviera). Sus primeros ministros más exitosos y
estables fueron dos cuadros del partido. Su bancada en el Congreso fue
una real bancada. Cuando lo sacudió una inesperada crisis sacó de la
chistera a Yehude Simon, y luego todo volvió a la normalidad. Ollanta
Humala buscará también su propio Yehude. Pero dudo que esto signifique
algo más que un nombre provisorio y vacío de contenido para capear el
temporal y barnizar de periferia su flamante look mainstream. Humala no
parece inclinado a pasar por el aro de un primer ministro y un gabinete
que haga política con él y la primera dama. Buscará un subordinado que
hacia fuera no lo parezca, pero que, hacia dentro, tenga claro que la
cúpula política de Palacio es impermeable.
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Si dejamos de lado cierta retórica antiinversión privada de un tiempo
electoral que ahora parece prehistórico, Ollanta Humala siempre fue un
candidato proveniente de la misma matriz de populismo autocrático que el
fujimorismo. Es la razón por la cual para socialdemócratas y liberales
Keiko Fujimori y Ollanta Humala fueron el cáncer y el sida. Porque son
dos candidatos que pertenecen a la tradición política del mandón y
recogen votos que no brillan por sus consideraciones hacia las
instituciones democráticas. La gran tragedia de la primera vuelta de la
elección de 2011 fue mostrarnos que ese electorado iliberal es
largamente mayoritario en el Perú. Dejemos que marxistas y neoliberales
sigan analizando los resultados electorales como un puro asunto de
política económica; más importante es, en realidad, el ansia por un
Estado fuerte (democrático o autoritario da un poco igual) que solucione
problemas, que esté presente y que ponga orden. Humala y el fujimorismo
siempre pertenecieron a ese mismo tronco.
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Ahora bien, que sea de cúpula y valores fujimoristas, hay que decirlo pronto, no hace al gobierno de Ollanta Humala uno autoritario ni corrupto. Tal vez Ollanta Humala, inesperadamente, le esté usurpando a Keiko Fujimori la labor de demostrarnos que era posible un fujimorismo sin Alberto, sin corrupción y sin dictadura. La izquierda se equivoca al embestir histérica contra el gobierno al grito de “dictadura”. Es un gobierno intransigente pero no autoritario. Ni siquiera es justo el adjetivo de traidor, pues ha cumplido muchas de sus promesas electorales. Así que es mejor que nos calmemos. Porque solo en algún tipo de ensueño se puede considerar que la “polarización” podría dar lugar a una izquierda potente. Mejor es no arrinconar a Humala porque lo potente, en realidad, va a ser cuando él y el fujimorismo (partidario o como forma de gobierno) nos arrollen con el favor de las FF. AA., los hurras de una clase alta obsesionada con seguir haciendo billete y una sociedad delegativa y hastiada de desorden. La izquierda humalista ya se lució trayendo el Gremlin a casa, solo faltaba que ahora, además, lo alimente después de la medianoche.
Fuga: ¿hacia la alianza improbable?
“Bad ages to live through are good ages to learn from”.11
Eugen Weber
Eugen Weber
Este sistema que se reproduce al margen de los actores ha sido exitoso
en el Perú. Pero cumplió su ciclo. A estas alturas el país está atrapado
en la quietud. Los políticos indigentes, los tecnócratas de la inercia y
los veto players nos han metido en esta refrigeradora que ya
ni siquiera congela como antes. En el Perú, los liberales del mercado
han mandado sin contrapesos, y hace un buen tiempo que hace falta un
liberalismo del Estado. Al solitario Adam Smith debe acompañarlo Max
Weber. Pero la derecha lleva veinte años rechazando cualquier discurso
sobre el Estado, sobre las instituciones políticas, sobre derechos. Hoy
que la reproducción del modelo por mano de la divina providencia pierde
fuelle, culpan al Estado del empantanamiento, a las instituciones que no
median, a la ausencia de partidos, etc… ¡Pero si hace diez años que
cada vez que alguien quiere hablar de instituciones lo callan al grito
de caviar! Y, no dejemos de mencionarlo, la izquierda no se ha quedado
atrás, y en su caso descalificaba estas mismas preocupaciones con otros
términos: “continuista”, “pusilánime frente al modelo”,
“institucionalista”.
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Según un informe de 2010 del Latinobarómetro, el Perú, Paraguay y Guatemala son los tres países de América Latina donde más gente apoyaría un golpe de Estado y donde menos gente defendería a la democracia. De ese magma autoritario surge el voto hegemonizado por Ollanta Humala y Keiko Fujimori en 2011. Entonces, cabe preguntarse, ¿a quién le importan las instituciones democráticas en el Perú? Mi sospecha es que a no más de un cuarto de la población. Seguramente al 20% que se plegó a Humala en la segunda vuelta y a 5% o 10% del voto de Keiko Fujimori en esa misma instancia. Vale decir, nuestros demócratas son precarios, como nos enseñó Eduardo Dargent, pero además, y sobre todo, son pocos; es un electorado aritméticamente minoritario frente al que prefiere la famosa mano dura. Pero el problema es que políticamente ese electorado democrático no es minoritario, ¡es inexistente! Todo lo que posee son ciertas voces en algunos medios limeños. El país requiere que una fuerza política brinde coherencia a este electorado del cual depende que nuestra democracia prospere. Necesitamos algo que coagule a los pocos liberales y socialdemócratas. En este momento, las diferencias que los separan son menores que los riesgos que corren. La derecha (al menos la razonable) debe comprender que a mediano plazo no es posible pedalear el modelo económico con las botas militares, que a diferencia de los noventa la economía no se va a sostener en la mera represión. Tiene que entender que, a la larga, todos estamos perdiendo. Y la izquierda (al menos la razonable) debería dejar de atizar la violencia; ni Humala va a caer, ni Marco Arana va a elevarse al altar del poder por la vía de la movilización. El gobierno de Ollanta Humala es uno mediocre, pero en este momento, paradójicamente, su supervivencia es el requisito tanto de la supervivencia de la democracia como de la generación de riqueza. Lo peor que podría suceder es que los pocos ministros que todavía representan una opción no fujimorista (y que, además, hacen su trabajo de manera impecable) abandonen el gabinete o que Mario Vargas Llosa o Alejandro Toledo le retirasen la confianza. Y hasta Nicolás Lynch, para citar un nombre sugerido por Mirko Lauer, que por convicciones socialistas ya se debería haber ido del Gobierno, por convicciones democráticas debería quedarse y cooperar a que el Gobierno no se deschave. Lo importante es que de aquí a 2016 los actores no jueguen sus fichas de tal manera que nos deslicemos hacia un caudillismo plebiscitario y poder así tener unas elecciones limpias. Pero ¡faltan cuatro años! ¿De dónde sacará oxígeno Ollanta Humala? ¿De las FF. AA. y el fujimorismo o de los sectores moderados que, aunque sea con desagrado, lo sostengan en el poder? Una vez más, la moneda en el aire.
* Politólogo. Gracias a Eduardo Ballón,
Eduardo Dargent y Daniel Encinas, quienes hicieron comentarios a una
versión previa del texto. Los errores y omisiones son, desde luego,
responsabilidad mía.
1 “No hay ganadores... tan solo un equipo que pierde más lentamente que el otro” (traducción libre).
2 La fórmula “alternancia sin alternativa” la traigo del caso mexicano, donde en otras épocas se utilizaba para caracterizar el régimen político.
3 Para una excelente discusión sobre los cambios recientes en la región enfatizando tanto el aspecto económico como político-constituyente, ver Beasley-Murray, Cameron y Hersberg 2010.
2 La fórmula “alternancia sin alternativa” la traigo del caso mexicano, donde en otras épocas se utilizaba para caracterizar el régimen político.
3 Para una excelente discusión sobre los cambios recientes en la región enfatizando tanto el aspecto económico como político-constituyente, ver Beasley-Murray, Cameron y Hersberg 2010.
4 Ver Bourdieu 1989. Para el caso peruano, ver Dargent 2011 y Tanaka, Vera y Barrenechea 2009.
5 El origen de este Legislativo disminuido durante el gobierno de Fujimori es estudiado en el notable libro de Carlos Iván Degregori y Carlos Meléndez, El nacimiento de los otorongos (IEP, 2007). Para los años 2000 ver Valladares 2010.
6 Ver Esping-Andersen 1999, Pierson 2001 y Streeck y Thelen 2005.
7 Malloy 1992. También sugiero ver el reciente documental Que Dios bendiga al Paraguay, donde se observa muy bien los costos y tragedias de tener partidos fuertes (en este caso el Partido Colorado).
8 Tanaka 2012.
9 Tomo la expresión “entronque histórico” de la transición a la democracia boliviana a fines de los años setenta, contexto en el cual significó la alianza del ala izquierdista del MNR liderada por Hernando Siles Suazo y el socialista MIR. El entronque era, pues, el encuentro de la fuerza nacionalista que había hecho la revolución en 1952 con un socialismo que con este gesto renunciaba a la revolución socialista.
5 El origen de este Legislativo disminuido durante el gobierno de Fujimori es estudiado en el notable libro de Carlos Iván Degregori y Carlos Meléndez, El nacimiento de los otorongos (IEP, 2007). Para los años 2000 ver Valladares 2010.
6 Ver Esping-Andersen 1999, Pierson 2001 y Streeck y Thelen 2005.
7 Malloy 1992. También sugiero ver el reciente documental Que Dios bendiga al Paraguay, donde se observa muy bien los costos y tragedias de tener partidos fuertes (en este caso el Partido Colorado).
8 Tanaka 2012.
9 Tomo la expresión “entronque histórico” de la transición a la democracia boliviana a fines de los años setenta, contexto en el cual significó la alianza del ala izquierdista del MNR liderada por Hernando Siles Suazo y el socialista MIR. El entronque era, pues, el encuentro de la fuerza nacionalista que había hecho la revolución en 1952 con un socialismo que con este gesto renunciaba a la revolución socialista.
10 Sobre Adrián Villafuerte ver el artículo de Ángel Páez, “Villafuerte”, La República, 22 de junio de 2012 (http://larepublica.pe/blogs/asuntosinternos/2012/06/22/villafuerte/).
11 “Las malas épocas son buenas para aprender” (traducción libre).
11 “Las malas épocas son buenas para aprender” (traducción libre).
Referencias bibliográficas
Beasley-Murray, Maxwell Cameron y Eric
Hersberg (2010). “Latin America’s Left Turns: A Tour d’Horizon”. En M.
Cameron y E. Hersberg (eds.), Latin America’s Left Turns. Boulder: Lynne Rienner.
Bourdieu, Pierre (1989). La Noblesse d’État. Grandes Écoles et Esprit de Corps. París: Les Editions de Minuit.
Dargent, Eduardo (2011). "Agents or Actors? Assessing the Autonomy of Economic Technocrats in Colombia and Peru”. En Comparative Politics, vol. 43, n.º 3.
Esping-Andersen, Gosta (1999). Le Trois Mondes de l´État-Providence. Essai sur le Capitalisme Moderne. París: Presses Universitaires de France.
Malloy, James (1992). “El problema de la gobernabilidad en Bolivia, Perú y Ecuador”. En René Antonio Mayorga (coord.), Democracia y gobernabilidad. América Latina. La Paz: CEBEM, ILDIS y Editorial Nueva Sociedad.
Pierson, Paul (2001). The New Politics of the Welfare State. Oxford: Oxford University Press.
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